miércoles, 11 de agosto de 2010

Estaban allí, sentados bajo las estrellas, escuchando el ruido de la noche mientras intercambiaban algunas palabras. La conversación no era necesaria, ella sabía que cualquier palabra indebida podría estropear aquel mágico momento. Pero algo dentro de sí le advirtió, ahora o nunca. Reunió todas sus fuerzas, con ellas se acercó lentamente a sus labios y le besó. Mientras tanto la mano fría de él recorría aquellos abandonados muslos. Ella correspondía la caricia con un abrazo fuerte, no quería que se escapara, sabía que él podía curar sus viejas heridas, aunque existiese la gran posibilidad de que le abriese unas nuevas. Solo había una cosa clara, alas de sus estómago volvían a revolotear.







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Me dejé la vergüenza olvidada en el fondo del vaso en el último bar. (Y no tengo intención de volver a recogerla hasta que pase, al menos, un lustro más.)